Juan amaba la soledad.
Se refugiaba en ella para encontrar lo que llamaba “el paraíso perdido”.
Alguna vez había compartido la vida con una mujer, pero ahora estaba solo y lo disfrutaba.
Amaba leer los clásicos, escuchar música, escribir cuentos en la computadora portátil y soñar.
Odiaba que invadieran su intimidad e interrumpieran sus fantasías, pero secretamente esperaba que la oportunidad golpeara a la puerta.
De repente escuchó un golpe, dos, tres… ¿Sería la oportunidad?.
Se levantó de un salto y abrió.
Era Alicia, la vecina, quien, mientras le extendía una taza, le dijo: “¿Me prestás un poco de azúcar?”.
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