Llegué a casa tarde. El día había sido agotador. Reuniones, reuniones y más reuniones. Al entrar, en el recibidor, ya en mi casa, empecé a deshacer el nudo de mi corbata que recobró vida al sentirse liberado, y de forma autónoma se deslizó sobre mi americana, cayendo sobre la cálida madera del suelo.
El silencio, era absoluto, aunque éramos tres, mi soledad, mis zapatos al impactar contra la madera y yo. En el breve recorrido desde la entrada hasta el salón, me despoje de la americana, me abrí mi camisa blanca impecable y estiré de ella para liberarme y ponerla por encima del pantalón. Resoplé aliviado y me quité los zapatos sin desatarlos.
En el fondo del salón, me daba la bienvenida a casa, mi amor. Esa estantería que no se queja, que aguanta los kilos y kilos de peso que le pongo y que me cuida y me ordena con todo cariño, mis libros y mi música. Esa estantería, mi estanteria, es tan cuidadosa que no deja que pase el polvo, los olores o la contaminación. Esa estantería, que me deleita con placeres tan grandes como coger un libro, pasar sus hojas rápidamente y oler, sentir ese olor a libro bueno, a libro maduro, a libro sabio.
Al verla, sonreí y seleccioné un CD que me apetecía escuchar hoy. Lo inserté en el reproductor, bajé la luz de la sala con el potenciometro quedando iluminada muy próximo a la penumbra.
Me acerqué al mueble bar, copa snifter de cristal fino, muy fino y me serví un poco de brandy añejo.
Dejé caer mi cuerpo, mi yo, a peso muerto, en el cómodo sofá relleno de plumas y me instalé posturalmente en decúbito supino. Cerré los ojos, me aislé del mundo y dejé pasar por mi nervio auditivo la música, mi música.
Sonaba magestuosamente, como solo sabe hacerlo él, penetrando en mí cada acorde, cada nota, él, el chelo. Tan elegante, tan serio y tan sentimental, como siempre. El chelo, siempre recita palabras de amor. Lo hace en tono grave, es su voz, es su ser, pero si le prestas atención, si lo sientes y no lo escuchas, verás que es un don Juan de categoría suprema.
Ya tenía la mente en blanco y estado de quietud total, alterada solamente por dos motivos; respirar y mojarme los labios con ese aromático brandy de barrica antigua.
Estiré un brazo para aflojar mi cinturón y sin querer, roce mi miembro viril. Me gustó esa sensación no buscada y repetí el acto. Esta vez a conciencia.
En ese momento, en ese instante, sucedieron varias cosas al unísono. Se apago la música de mis oídos, mi mente dejo de estar en blanco, y se difuminó el sabor de mis labios a brandy.
Apareciste tú, me quitaste la música y me susurraste al oído, mi mente solo veía tus ojos y en mi boca, ufff en mi boca, mi boca me sabía a ti.
No estabas allí, de hecho, nunca has estado, pero yo, te veía, te sentía y te olía.
Cambiaste mis manos por las tuyas, y sentí un escalofrío que inundó todo mi ser corpóreo. Mi pene, empezó a cambiar de tamaño e intentaba inclinarse, levantarse y decir sin palabras: hola, nena, tenía muchas ganas de verte.
Entonces, empezó el baile, las subidas y las bajadas, y mi ritmo cardiaco y aquello que denomina la medicina como frecuencia respiratoria, aumentó notablemente.
Sin pensarlo, te nombré, te susurré e incluso en algunos momentos te grité. Te escuchaba, te sentía, te saboreaba, te olia y te veía. Estabas aquí, tú, mi nena, la nena de mis amores y desamores, en mi salón, en mi sofá, en mí.
Me hiciste olvidar mi nombre, quien soy y quien seré. Entraste hasta la neurona más escondida de mi cuerpo, me hiciste vibrar armónicamente, me proporcionaste dosis de placer inmedibles.
Quería sellar mis labios, pero no podía. Tu nombre se mezclaba en equilibrio perfecto con mi respiración agitada y profunda. Era como si no supiera hablar, era como si solo supiera nombrarte.
Me hiciste estallar, me trajiste a mi salón, a mi sofá, todas las estrellas del universo entero. Las tenía ahí, las podia tocar, pero sobre todo, las podia sentir. Era tu regalo, era tu huella, la huella de mi nena, de amores y desamores.
Gracias, nena.
Hadamus, aficionándome a la astrología.
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